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prima, de aquélla á un pequeño y lindísimo retrete, y allí invadió el tocador, manchando las porcelanas y cristales con la sangre y con el lodo de sus manos.— Oh!—exclamó, mirándose en el espejo del tocador, mientras se lavaba las manos; si Florencia me viese asi, bien creería me acababa de escapar de las infiernos, y con aquellas carreras que olla sabe dar cuando le quiero robar un beso y está enojado, se me escaparía hasta la Pampa. | Bueno!

—continud, secándose sus manos en un riquísimo tejido de Tucumán,—¡ allí está la botella del vino que ha tomado Eduardo; y también beberé, porque el diablo se lleve á Rosas, porque Eduardo sane pronto, y porque mi Florencia haga mañana lo que habré de decirle !—Y diciendo esto, so echó á la garganta media docena de tragos de vino, con una magnífica copa que estaba sobre el tocador de Amalia, y cuyas flores arrojó dentro de la palangana.

Volvió inmediatamente al gabinete, sentóse delante de una pequeña escribanía, y tomando su semblante una gravedad que parecía ajena al carácter del joven, escribió dos cartas, las cerró, púsoles sobre, y entró en la sala donde Eduardo estaba, cambiando algunas palabras con Amelia, sobre el estado en que se sentía. Al mismo tiempo, la puerta de la sala abrióse, y un hombre como de sesenta años de edad, alto, vigoroso todavía, con el cabello completamente encanecido, con barba y bigotes en el mismo estado, vestido con chaqueta y calzón de paño azul, entró con el sombrero en la mano y con un aire respetuoso, que cambió en el de sorpresa al ver á Daniel de pie en medio de la sala, y sobre el sofá & un hombre tendido y man—chado de sangre.