Yo creo, Pedro, que no es á usted & quien puede asustarlo la sangre. En todo lo que usted ve no bay más que un amigo mio, á quien unos bandidos acaban de herir gravemente. Aproximese usted.
¿Cuánto tiempo sirvió usted con mi tío, el coronel Saenz, padre de Amalia?
—Catorce años, señor; desde la batalla de Salta hasta la de Junin, en que el coronel cayó muerto en mis brazos.
M A cuál de los Generales que lo han mandado ha tenido usted más cariño y más respeto: á Belgrano, á San Martín ó á Bolívar?
—Al general Belgrano, señor—contestó el viejo soldado, sin vacilar.
—Bien, Pedro; aquí tiene usted en Amalia y en mi, una hija y un sobrino de su coronel, y allí tiene usted un sobrino del general Belgrano, que necesita de sus servicios en este momento.
—Señor, yo no puedo ofrecer más que mi vida, y ésta está siempre á la disposición de los que tengan la sangre de mi general y de mi coronel.
—Lo creo, Pedro, pero aquí necesitamos, no sólo valor, sino también prudencia, y sobre todo, secreto.
—Está bien, señor.
—Nada más, Pedro. Yo se que tiene usted un corazón honrado, que es valiente, y, sobre todo, que es patriote.
—Sí, señor; patriota viejo—dijo el soldado, alzando la cabeza con cierto aire de orgullo.
—Bien; vaya usted—continuó Daniel, y sin despertar á ningún criado, ensille usted uno de los cabuilos del coche, sáquelo hasta la puerta con el menor ruido posible, ármese y venga.
El veterano llevó su mano á la sien derecha, co-