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bre la mesa de mármol negro, yo no sé qué hacer:

tú y tu emigo estáis cubiertos de sangre, necesitáis mudaros, y yo no tengo más trajes que los míos.

L —Que nos sentarían perfectamente, si nos dieses también un poco de la belleza que te sobra, mi hermosa prima. No te aflijas; dentro de un rato tendremos vestidos, tendremos todo. Por ahora, vén acá. Y llevando á su prima á un pequeño sofá de damasco punzó, la sentó á su lado y contínuó:

—Dime, Amalia, ¿cuáles son los criados en quienes tienes una perfecta confianza?

—Pedro, Teresa, una criada que he traído de Tucumán, y la pequeña Luisa.

—¿Cuáles son los demás?

—El cochero, el cocinero, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

El cochero, y el cocinero con hombres blanGOS ?

—Si.

—Entonces, á los blancos por blancos, y á los negros por negros, es necesario que los despidas mañana en cuanto se levanten.

—Pero, crees tu?...

—Si no lo creo, dudo. Oye, Amalia: tus criados deben quererte mucho, porque eres buena, rica y generosa. Pero en el estado en que se encuentra nuestro pueblo, de una orden, de un grito, de un momento de mal humor, se hace de un criado un enemigo poderoso y mortal. Se les ha abierto la puerta á las delaciones, y bajo la sola autoridad de un miserable, la fortuna y la vida de una familia reciben el anatema de la Mazorca. Venecia; en tiempo del Consejo de los Diez, se hubieze con-