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aquí. Eso dependerá de muchas cosas que yo sabré mañana. Ahora es necesario vayamos á preparar la cama en que se habrá de acostar después de su primera curación.

—Si... por acá; vén—y tomando una luz pesó con Daniel á su alcoba, y de ésta á su tocador.

Pero antes de seguir nosotros el paso y el pensamiento de Amalia, echemos una mirada sobre estas últimas habitaciones.

Toda la alcoba estaba tapizada con papel aterciopelado, de fondo blanco, matizado con estambres dorados, que representaban caprichos de luz entre nubes ligeramente azuladas. Las dos ventanas que daben al patio de la casa, estaban cubiertas por dobles colgaduras, unas de batista hacia la parto inferior, y otras, de raso azul, muy bajo, hacia los vidrios de la ventana, suspendidas sobre lazos de motal dorado, y atravesadas con cintas corre dizas que las separaban, ó las juntaban con rapidez.

El piso estaba cubierto por un tapiz de Italia, cuyo tejido, verde y blanco, era tan espeso, que el pie parecía acolchonarse sobre algodones al pisar sobre él. Una cama francesa de caoba labrada, de cuatro pies de ancho y dos de alto, se vsía en la extremidad del aposento, en aquella parte que se comunicaba con el tocador, cubierta con una colcha de raso color jacinto, sobre cuya relumbrante seda caían los albos encajes de un riquísimo tapafundas de cambray. Una pequeña corona de marfil, con sobresupuestos de nácar figurando hojas de jazmines, estaba suspendida del cielo raso por una delgadísima lanza de metal plateado en linea perpendicular con la cama, y de la corone se desprendían las ondas de una colgadura de gasa de la India con bordados de hilo de plate, ten leve, tan