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vaporosa, que parecía una tenue neblina abrillantada por un rayo del sol. Entre la cama el muro de la pared había una pequeña mesa cuadrada, cubierta por un terciopelo verde, sobre la que se veían algunos libros, un crucifijo de oro incrustado en ébano, una pequeña caja de música sobre una magnífica copa de cristal; una caja de sándalo, en forma de concha, con algunos algodones empapados en agua do Colonia, y una lámpara de alabastro cubierta por una pantalla de seda verde.

Al otro lado de la cama se hallaba una otomana cubierta de terciopelo azul, marcado á fuego, y delante de la cama estaba extendida una alfombra de pieles de conejo, blancas como el armiño, y con la suavidad de la seda. A los pics de la cama se veía un gran sillón, forrado en terciopelo del mismo color que la otomana. Luego, una papelera con incrustaciones de plata; y en los dos ángulos dei aposento, que daban al gabineto contiguo á la sala, se descubrían dos hermosos veladores de alabastro en forma de piras, que contenían dentro las luces con que se alumbraba aquel pequeño y solitario templo de una belleza. Y, por último, una mesa de pelo de naranjo, apenas de dos pies de diámetre, colocada á la extremidad de la otomana, contenía, sobre una bandeja de porcelana de la India, un servicio de té para dos personas, todo él de porcelana sobredorada. Otra cosa, la más preciosa de todas, completaba el ajuar de este aposento, y era un par de zapatitos de cabritilla obscura, bordados en seda blanca, de seis pulgadas de largo apenas, y de una estreches proporcionada: eran los zapatos de levantarse Amalia de la cama, colocados sobre las pieles blancas que estaban junto á ésta.

El retrete de vestirse estaba empapelado del