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abriendo un postigo de la ventana que daba al corredor de la quinta.

Quién será, Dios mío—exciamó Amalia, pálida y bella como una azucena de la tarde.

—Ellos dice Daniel, que había pegado su cara á los vidrios de la ventana.

—¿Quiénes?

—Alcorta y Podro... oh! ¡el bueno, el noble, el generoso Alcorta—y corrió á traer la luz que había ocultado.

En efecto, eran el viejo veterano de la Independencia y el sabio catedrático de filosofía, médico y cirujano al mismo tiempo. Pedro hizole entrar por el portón, llevó los caballos á la caballeriza, y luelo lo condujo por la verja de hierro, de cuya puerta él tenía la llave.

— Gracias, señor!—dice Daniel, saliendo á encontrar al doctor Alcorta en medio del patio, y oprimiéndole fuertemente la mano.

—Veamos á Belgrano, amigo mío—dijo Alcorta, apresuréndose á cortar los agradecimientos de Daniel.

—Un momento—dijo éste; conduciéndolo de la mano al aposento donde permanecía Amalia, mientras el viejo Pedro los seguía con una caja de jaracandá debajo del brazo. Ha traído usted, señor, cuanto cree necesario para la primera curación, como se lo supliqué en mi carta?

—Creo que si—respondió Alcorta, haciendo una reverencia & Amalia;—lo único que necesitaré, se rán vendajes.

Daniel iniró á Amalia, y ésta partió volando é sus habitaciones.

—Este es el aposento que ha de ceupar Eduar-