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do. Crce usted que lo debemos traer aquí antes del & reconociminto?

—Es necesario—respondió Alcorta, tomando la caja de instrumentos de las manos de Pedro, y colocándola sobre una mesa.

—Pedro—dijo Daniel,—espere usted cn el patio; ó más bien, vaya usted á enseñar á Amalia cómo se cortan vendas para heridas: usted debe saber esto perfectamente. Ahora, señor, ya debo decir á usted lo que no le he dicho en mi carta: las heridas de Eduardo son «oficiales».

Una triste sonrisa vagó por el rostro noble, pátlido y melancólico de Alcorta, hombre de treinta y ocho años apenasaposento.

—¿Cree usted que no lo he comprendido ya?respondió, y una nube de tristeza empapó ligeramente su semblante... Veamos á Belgrano, Dariel dijo, después de algunos segundos de silencio.

AMÁLIA 4—TOMO I Y Daniel atravesó con él el patio, y entró en la sala por la puerta que daba al zaguán.

En ese momento, Eduardo estaba, al parecer, dormido, aunque propiamente no era el sueño, sino el abatimiento de sus fuerzas, lo que le cerraba sus párpados.

Al ruido de los que entrabaa, Eduardo vuelve penosamente la cabeza, y, al ver & Alcorta de pis junto al sofá, hace un esfuerzo para incorporarse.

—Quieto, Belgrano—dijo Alcorta con voz conmovida y llena de cariño;—quieto, aquí no hay otro que el médico. Y sentándose á la orilla del sofá, examinó el pulso de Eduardo por algunos segundos.

—¡Bueno!—dijo al fin, vamos á llevarlo á su