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mente preparada para mi padre. "Sí, le servirán ahora el te"—pensé.

Tomé una luz y me dirigí a la casita del patio donde yo habité en otro tiempo. Allí me arreglé, con viejos periódicos, una cama, y me acosté. La casita, débilmente alumbrada por la tenue luz de la lámpara, se llenó de sombras movientes. Hacía frío. Me figuraba que al momento entraría mi hermana llevándome de comer; pero inmediatamente me acordé que se hallaba ahora enferma en casa de Nabó. Mi consciencia se había obscurecido, y sufría múltiples pesadillas.

Bien pronto escuché una campanilla. Desde mi infancia conocía su sonido breve y lastimero.

Era mi padre, que volvía del club.

Me levanté y volví a la cocina. La cocinera, Aksinia, al advertir mi presencia, hizo un ademán de sorpresa y comenzó a llorar.

—¡Ah, querido!—sollozó—. ¡Dios mío, Dios mío, a lo que has llegado!...

Su emoción era tan grande que comenzó a estrujar su delantal entre las manos.

Sobre la ventana había u<na gran botella de "vodka". Me serví una copa y la bebí ávidamente, pues estaba sediento. Los bancos y las mesas estaban limpios; se respiraba un olor agradable, que me gustaba mucho en mi niñez. Mi hermana y yo le teníamos mucho cariño a la cocina, donde pasábamos, durante las ausencias de mi padre, horas enteras escuchando los cuentos fantásticos de la cocinera, o jugando al rey y la reina.