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El vecino de la derecha de Gromov es un mujik de cara redonda, mirada estúpida e insensata. Bestia de extremada voracidad y de no menor suciedad, había perdido, hacía mucho tiempo, el don de pensar y de sentir. De su cuerpo se exhala un olor repugnante. Nikita le pega con redoblada crueldad, lo abofetea de lo lindo, y lo peor es que la víctima no reacciona ni hace un solo gesto, ni expresa cólera o indignación; se limita a mover la cabeza tras de cada golpe recibido, como un tonel que recibe un puntapié.
El quinto y último habitante de la sala número 6 es un pobre hombre flaco, rubio, de mansa expresión, que había sido, en salud, empleado de correos. A juzgar por sus ojos tranquilos e inteligentes, que tienen siempre un fulgor malicioso, posee un secreto que esconde cuidadosamente a las indiscreciones del mundo. Bajo su almohada, bajo su colchón, guarda algo que no quiere mostrar a nadie, no por miedo del robo, sino más bien por pudor. A veces se acerca a la ventana, y, de espaldas a sus camaradas, oprime algo sobre su pecho, y después lo contempla un rato, cabizbajo. Si se le acerca alguien, se pone confuso y oculta el objeto al instante. Pero, con todo, no es difícil adivinar de qué se trata.
—Ya puede usted felicitarme—suele decirle a Gromov—. Me han dado la cruz de Estanislao de se-