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murallas de piedra, a las que están atados los vientos, los cuales, a veces, rompen sus cadenas y se lanzan a través del mar, como perros rabiosos. Por otra parte, si los vientos no están sujetos con cadenas, ¿dónde se ocultan cuando el mar está en calma?

Gusev piensa durante largo rato en los peces como montañas, en las gruesas cadenas cubiertas de herrumbre. Después empieza a fastidiarse y se pone a pensar en su aldea, adonde ahora regresa después de cinco años de servicio en el Extremo Oriente. Su imaginación evoca un vasto estanque, cubierto de hielo y de nieve. A una de sus orillas hay un horno de vidrio, construido con ladrillos, y por cuya alta chimenea salen negras nubes de humo; a la orilla opuesta se desparraman las casas de la aldea.

Gusev se imagina estar viendo su casa. Su hermano Alexey, que se ha quedado al frente de ella en su ausencia, sale del patio en un trineo; le acompañan sus dos muchachuelos, Vania y Akulka, uno y otra con gruesas botas. Alexey está un poco borracho, Vania ríe, Akulka lleva un chal que casi le tapa la cara.

— ¡Pobres criaturas, qué frío deben de tener!—piensa Gusev—. ¡Virgen Santa, protégelos!

El marinero enfermo, junto a Gusev, tiene un sueño muy agitado y sueña en alta voz.

— ¡Hay que ponerles medias suelas a las botas!—exclama!—Si no, habrá que tirarlas.

La aldea natal se eclipsa en la imaginación de Gusev, sus pensamientos se embrollan. Ve de pron-