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—¿Es usted de Moscú?—preguntó una de las muchachas.
—Sí, señorita. Mi marido ha sido camarero del Hotel Eslavo. Esta niña es mi hija.
Y Olga señaló a Sacha, que tenía frío y se apretaba contra ella.
—También es de Moscú—añadió.
Las dos muchachas le dijeron al estudiante algunas palabras en francés, y él joven le tendió veinte copecs a Sacha. El viejo Osip lo observó todo, y una dulce esperanza se pintó en su semblante.
—Gracias a Dios, no hacía viento, señoría. Si hubiera hecho viento, en un abrir y cerrar de ojos...
Tras una pausa, el viejo Osip, un poco confuso, añadió:
—Hace fresco... No vendría mal media botellita para entrar en calor...
No le dieron nada, y se fué, arrastrando los pies.
Olga se quedó a la orilla del río, y vio cómo pasaban al otro lado los carruajes.
Los señores siguieron a pie por el prado. El carruaje les esperaba al lado opuesto.
—¡Son tan amables y tan guapos!—le dijo Olga a su marido, cuando llegó a su casa—. ¡Las muchachas son dos querubines!
—¡Que revienten!—profirió Fekla, hecha una furia.