María se creía muy desgraciada, y decía que quería morirse. A Fekla, por el contrario, la pobreza, la suciedad, las injurias constantes, no le causaban enojo alguno. Comía lo que le servían, se acostaba donde y como podía, tiraba la basura a la puerta de la casa, andaba descalza por los charcos. Desde el primer momento aborreció a Olga y a Nicolás, justamente porque aquella vida no les gustaba.
—¿Qué se les ha perdido aquí a estos marqueses moscovitas?—se decía con malevolencia.
Una mañana de septiembre, Fekla, roja de frío, robusta, arrogante, subió del río con dos cántaros de agua. María y Olga estaban sentadas a la mesa y tomaban te.
—Parecéis dos señoras—les dijo, burlona, su cuñada, dejando los cántaros en el suelo—. Os habéis acostumbrado a tomar te todos los días... Vais a inflaros con tanto te.
Y clavó en Olga una mirada de odio.
—¿Has engordado así en Moscú, barrigona?—añadió.
Cogió la escoba y descargó con ella un golpe sobre el hombro de Olga.
Las dos cuñadas, estupefactas, limitáronse a exclamar:
— ¡Ave María Purísima!
Luego, Fekla se encaminó de nuevo al río, con