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—Está muy bien lo que usted dice— arguyó Zichkov, padre, bajando los ojos—. Ustedes son gente instruída y saben lo que hablan. Pero, ¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario, prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien: sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos. ¿Qué le parece a usted?... A mí, me parece una acción que no tiene perdón de Dios.

—¡Muy bien!—aprobó Kozov, con una sonrisa maligna—.¡Muy bien!

—¡No tenemos necesidad de, vuestra escuela!—dijo Volodka, ásperamente—. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan yendo. ¡No queremos escuela!

Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida, abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fué sin decir una palabra. Marchaba presurosa, san mirar atrás.

—¡Señora!—gritó Rodion siguiéndola—. Espere usted, óigame...

La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono humilde, como si pidiese limosna.

—Señora, espere... escúcheme.

Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se detuvo a la sombra de un viejo tilo.

—¡No se enfade, señora!—dijo Rodion—. No vale la pena. Hay que tener un poco de paciencia. Tenga paciencia un año, dos. Nuestros cam-