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Tirin, que se distinguía por su delicadeza exquisita, se creyó en el caso de poner fin a aquel silencio embarazoso, dirigiéndole al viudo algunas palabras compasivas.

—¡Qué terrible tragedia!—le dijo. ¡Cuánto debe usted de haber sufrido!

— ¡Figúrese usted!—contestó, radiante, Dibovich—.

Ha sido una tragedia, una terrible tragedia, como usted ha dicho muy bien. Un Tolstoy podría escribir con ese asunto una obra magnífica... Imagínese usted mi sorpresa al enterarme una mañana, cuando estaba desayunándome, de que ya no tenía mujer..de que, en vez de mujer, sólo tenía unos pedazos de cadáver en una cesta... La sorpresa es morrocotuda, ¿eh?...

—Si, verdaderamente...

—Pues, por si esto era poco, esos imbéciles encargados de la instrucción del proceso sospecharon de mí, y durante semanas enteras me hicieron vigilar, espiar. En el tren, en el tranvía, en el restaurante, en todas partes se me acechaba. ¡Figúrese usted qué situación!

—Sí, es terrible—suspiró Tirin—. Vivimos en una época atroz.

— ¡Atroz!—repitió, halagadísimo, Dibovich.

Y después de mirarnos a todos, muy hueco, añadió: —¡Se necesita ser canalla para asesinar a una mujer, despedazarla y mandarla a Moscú en una cesta, como una mercancia!

—Sí, es horripilante.

—¿Verdad?... Me llamaron, me enseñaron la cesta