con los pedazos de mi esposa y me preguntaron: +¿Reconoce usted estos despojos?» «Sí—contesté sin titubear; son de mi señora...» ¡Figúrese usted qué situación!
Reinó de nuevo el silencio.
Kapitanaki encendió un cigarro y trató de darle otro giro a la conversación. Empezó a hablar del reciente escándalo en el Círculo Inglés. Pero Dibovich, sin poder disimular su contrariedad ante aquel súbito cambio de tema, volvió al suyo con estas palabras: —¡Mire usted que asesinar a una mujer y despedazarla! ¡Qué diabólica sangre fríal... Los asesinos no confesaron su delito hasta una semana después de su detención.
—¿Usted conocía a Temernitsky... el asesino? —inquirió Kapitanaki.
Dibovich se animó.
—¿Que si le conocía? ¡Eramos muy amigos!
—¿Ah, sí?
—¡Muy amigos! ¡Comíamos juntos muy a menudo, íbamos juntos al teatro, nos paseábamos juntos! ¡Ah, los amigos!
El viudo se bebió una copa de vino y profirió con severo acento: —¡Canalla!
II
Llamaron a la puerta.
—Debe de ser Jromonogov—dijo Kapitanaki—.
Siempre llega tarde.