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En efecto; era Jromonogov. Entró, saludó a los amigos con sendos apretones de manos y a Tirin con una inclinación de cabeza y nos habló, como solía, de sus muchas ocupaciones.

—No se conocen ustedes?—preguntó Tirin—.

Tengo el honor de presentarles: Jromonogov, Dibovich.

—¡Tanto gusto!

—Igualmente. Soy Dibovich. A sus órdenes.

Jromonogov se sentó y se sirvió una copa de vino, sin manifestar haber parado mientes en aquel célebre apellido. Dibovich parecía ofendido por tal indiferencia. Tirin lo advirtió y le puso a la presentación del viudo la siguiente contera: —Es el Dibovich cuya mujer fué víctima hace poco de un terrible crimen...

—Sí, sí, ya recuerdo...—contestó Jromonogov.

E inclinándose hacia su vecino, murmuró: —¡Este Tirin es un animal! En voz alta, en un tono medio festivo, me habla del asesinato de la mujer de ese señor. ¡Qué falta de tacto! ¡Qué crueldad!

Pero no tuvo tiempo de expresar toda su indignación, pues Dibovich, dirigiéndose a él, empezó a hablar de su tragedia.

—Esos bárbaros—dijo—mataron, como sabrá usted, a mi mujer, despedazaron el cadáver y lo metieron en una cesta. ¡Canallas! ¿Qué les había hecho la pobrecita?

Nos miró a todos como en demanda de una respuesta satisfactoria y prosiguió: