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—Nos hemos perdido.

¡Perdido! La gente, cuando se pierde, busca el camino, y ustedes llevan aquí más de una hora admirando el paisaje.

La actitud del hombrecillo iba siendo demasiado impertinente.

—¿Y a usted eso—vociferé—le perjudica? ¿Le cuesta dinero? ¿Entorpece la buena marcha de sus negocios?

—Pero me produce alguna ganancia?

—¿Qué ganancia quería usted que le produjese?

—La debida, joven, la debida.

—¿La debida?

—Sí, la debida.

El hombrecillo se sentó en un banco que nosotros no habíamos visto, porque estaba oculto entre unas matas de lilas.

—Con permiso de ustedes, voy a descansar un rato sentado en «mi»» banco, que está en «mi» terreno. Razonemos. ¿Usted cree que este terreno, ese bosque, ese río, me los han dado por mi bella cara?

La hipótesis era paradójica en demasía.

—Sería más lógico creer que me ha costado el dinero.

— Desde luego.

—Bueno. Sigamos razonando. La contemplación del paisaje ha sido un placer para usted, ¿verdad?

—Sí, señor. El paisaje es una maravilla; lo confieso.