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callejeros. Luego mira con ojos medrosos al hombre fatal.

Pero el hombre fatal—en quien ejerce un influjo sedante la festividad del día—acoge lleno de benevolencia la caricia de su hermanita. Interrumpe la lectura, le dirige una mirada amable y le pregunta: —¿Qué hay, monina? ¿Estás contenta?

—¡Vaya!

—¡Me alegrol... ¿Te gusta mi cinturón nuevo?

Aunque el magnífico cinturón de su hermano no le causa impresión alguna, la niña, como buena diplomática, contesta: —¡Qué preciosidad!

—¡Huélelo, huélelo!

El hombre fatal acerca el extremo del cinturón a la nariz de su hermanita.

—¡Qué bien huele!

—¡Figúratel Es de una piel soberbia.

Milochka regresa a su hogar, vuelve a sentarse ante la mesa y exhala un nuevo suspiro.

—¡Ya le he besado la manol—dice.

—¿Y no te ha pegado?

—No.

—¿Y Yegor? ¿No nos hará nada?... Ve a besarle la mano.

—También a Yegor? ¡No faltaba más!

—¿Y si escupe en el mantel?

—Lo limpiaremos.

Y si escupe en el salchichón?

El problema es grave, y Milochka no sabe qué contestar.