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—¡Claro! Espera, voy por uno.

—Si es de plata, mejor. Los ladrones llevan cuchillos de plata.

Cuando Samatoja se hubo apoderado del reloj, el broche, los pendientes y algunas otras joyas, dijo: —Ahora te encerraré... haré que te meto en la cárcel.

En los negros ojos de Vera pintáronse el asombro y la indignación. Aquello era contrario a las tradiciones consagradas de la ladronería.

¡Vamos, no digas tonterías! A quien hay que meter en la cárcel no es a mí, sino a ti.

Samatoja reconoció la lógica de tales palabras.

—Entonces haré que te encierro en una torre.

—¡Eso ya es otra cosa! El cuarto de baño será la torre, ¿quieres?

—Sí, sí. Ahora te cojo en brazos... jajajál... y jandando!

Vera, camino de «la torre», braceaba, como si intentara desasirse del ladrón. Y una de sus manecitas, al caer sobre un bolsillo de Samatoja, tropezó con un tenedor.

—¿Qué llevas ahí, Michka?—preguntó, introduciendo la mano en el bolsillo.

—Nada. Un tenedor. Será de mi casa.

—No; es nuestro. Mira la marca. Te lo habrás guardado creyéndote que era el pañuelo.

—Sin duda.

Cuando llegó al cuarto de baño, el intruso dejó en el suelo a su amiguita.

—Bueno; ya estás en la torre.