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—Bueno, bueno; pero... ¿no crees que si le diese una buena propina...?

—Eso quizá sería ofenderle; ha venido a felicitarnos como buen cristiano, y darle dinero no es lo propio del caso. La gente del pueblo es muy sensible en lo tocante a estos detalles.

—Es verdad; pero cambiar con él los besos tradicionales y dejarle ir sin ofrecerle algo de comer y beber ¿no te parece feo?

—Desde luego. Es de ene invitarle a tomar algo. Lo que no sé es si debemos decirle que se siente.

—¡Al diablo todos los convecionalismos! ¡Me importan un bledo! El gran día de Resurrección todos son iguales: no hay pobres, ni ricos, ni clases, ni castas.

¡Hagámosle a ese buen hombre una acogida verdaderamente cristiana! Lo hemos dejado al pobre solo, y estará desconcertado, sin saber si irse o esperar.

Landichev tornó al comedor y le abrió los brazos al portero.

—¡Sea usted bien venido a esta casal—le dijo con acento enfático—. ¡Cristo ha resucitado! ¡Besémonos!

El portero dejó caer la gorra y se pasó la manga por los labios, y ambos hombres cambiaron tres besos.

El corazón de Landichev se dilató, libre del peso enorme que lo oprimía.

—Tomará usted una copita, ¿eh? Siéntese usted.

El portero Cheburajov se condujo en los primeros momentos como un hombre que sabe alternar con