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—¡Sí, ha resucitado! —contestó el portero, y se bebió de un trago su copa, limpiándose luego los labios con la manga.

Tras un nuevo silencio, suspiró Landichev: ¡Qué cara se está poniendo la vida!

El portero repuso: —¡Oh, es horrible! Sobre todo para nosotros los pobres... Los inquilinos de ahora no son como los de antes. Antiguamente, los inquilinos le daban al portero una buena propina cuando subía a felicitarles...

Y se acodó en la mesa, muy colorado, brillantes los ojos. Los recién casados cambiaron una mirada de inquietud.

—Ahora—prosiguió Cheburajov—los inquilinos no valen nada. La mayoría no tienen un rublo en el bolsillo. Aunque procuran parecer ricos, a mí no me engañan.

Sin esperar a que le invitasen, se llenó la copa de vodka y se la echó al coleto de un trago, previo un efusivo —¡A su salud de ustedes!

Acto seguido se sirvió una soberbia lonja de jamón.

— Sin embargo, hay algunos—continuó con la boca llena—que no puede uno quejarse de ellos. Por ejemplo: la vecina del tercero... la rubita esa del masaje. Todos sus clientes son hombres. Jóvenes, viejos, militares, paisanos... Y cada uno, al irse, me da, por lo menos, cincuenta copecks.

Volvió a escanciarse vodka, le guiñó el ojo a la señora Landichev y añadió: