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—¡Y los hay que me dan hasta tres rublos! ¡Palabra de portero! ¡Ja, ja, jal Durante cerca de un minuto sus carcajadas atronaron el comedor. Pasado el ataque de hilaridad, reanudó, seria, grave, casi severa la expresión del congestionado semblante, su interrumpida relación con las siguientes palabras: —¡La que, aquí para inter nos, podía mudarse de casa es la vecina del cuarto piso, la profesora de piano! No se perdería nada. El maldito vejestorio no me da nunca un céntimo. ¡Y no digamos sus discípulas, que son todas más pobres que ratas de iglesia!...

¿Para qué sirven inquilinos así? ¿Quieren ustedes decirmelo?

Y miraba, alternativamente, al marido y a la mujer, como en espera de una respuesta compasiva. Pero, en vista de que ni uno ni otra le contestaban, se sirvió otra copa, se la bebió, se comió un gran trozo de pastel y exhaló un profundo suspiro.

—Hay buenos inquilinos todavía, ¿qué duda cabe?

Los del primero, por ejemplo... En cuanto se marcha el marido, llega en su coche un bravo oficial de caballería. Me da un rublo cada vez. ¡Como lo oyen ustedes!

¿Se creen ustedes que se trata de invenciones mías?

En la voz del portero había inflexiones amenazadoras. Los recién casados cambiaron de nuevo una mirada inquieta. Cheburajov añadió, al compás de unas amistosas palmaditas en las rodillas del marido: —Sí, muchacho; hay inquilinos e inquilinos. Hoy es una gran fiesta. ¡La Resurrección! ¡Cristo ha resucitado! Eso no ocurre todos los días, ¿eh? Se trata de