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María Nicolayevna iba delante. Los demás actores la seguían serios, graves, llenos de respeto a sus recuerdos, a sus añoranzas. Cuando alguno, olvidando lo patético de la situación, hablaba demasiado alto o se reía, sus compañeros le dirigían miradas de reproche. Las calles casi desiertas, las casitas blanqueadas, producían en los recién llegados una impresión de plácida y sedante quietud.

El admirador iba al lado de María Nicolayevna, harto más embebido en la contemplación de la «diosa» que en la de las casas y las calles.

—Ahí, en esa esquina—suspiró ella, embargada por una emoción inefable—, una viejecita vendía bombones, bizcochos, pastelillos. Su tienda era para los niños como un paraíso. Yo era asidua parroquiana suya. ¿Qué habrá sido de la pobre vieja? ¡Ah, si yo pudiera comprarle ahora, como. en otro tiempo, dos copecks de bombones!

El admirador se llevó maquinalmente la mano al bolsillo del chaleco; pero no llegó a sacar el portamonedas y se limitó a exhalar un profundo suspiro.

—Al pasar yo un día—prosiguió la actriz—por enfrente de esa casita, a la salida de la escuela, un pillete me tiró una piedra y me hizo una herida en una pierna. Parece que fué ayer...

El admirador se llenó de indignación.

—¡Qué bandido!—rugió, apretando los puños—.

¡Debían ahorcar a todos esos granujas! ¡Mire usted que tirarle una piedra a una pobre niña inocente...!

¡Si yo le cogiera, ya vería el muy canalla...!

—Tenía yo entonces diez años... Recuerdo que