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María Nicolayevna, embargado el corazón por nuevas añoranzas, se acercó a una casita de ladrillos.

— Este sitio—contó, con voz húmeda de lágrimas fué, por decirlo así, el primer teatro donde yo trabajé.

Algunas otras niñas y yo veníamos a jugar aquí.

A mí me gustaba colgarme del aldabón de esa puerta y agitar las piernas en el aire.

—¡Oh, qué delicioso espectáculo!

—Ahí, a la vuelta, había una fragua. ¡Aun estál ¿Ve usted ese porche negro? ¡Lo que nos divertia ver al herrero entregado a su ruda labor! Parecía undemonio iluminado por los resplandores rojos...

—¿Y no tenía usted miedo, diosa?

—No. El herrero, a pesar de su aspecto terrible, de su negrura, de su vozarrón, era un hombre más bueno que el pan. Y aunque nos gritaba: «¡Diablejos, si no os largáis, os aso a todas!», no nos asustábamos.

—¡Excelente herrero! ¡Con qué gusto estrecharía la mano de ese honrado trabajador!

Veinte o treinta pasos más allá, María Nicolayevna exclamó: —¡Oh, el pozo!

—¿Qué pozo?

—Mírelo ahí, a la izquierda... Un día estuve a punto de perecer ahogada en él.

—¡Dios mío! ¿De veras?

—Sí. Me asomé para escupir, me incliné demasiado y... no olvidaré el susto en mi vidal —¡Qué horror! ¡Se me pone carne de gallinal Pero un nuevo recuerdo sucedió en seguida al que el pozo había evocado en la mente de la artista.