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layevna, cogiéndose del brazo de su admirador, como si temiese un desvanecimiento—. ¡Dios mío, cómo ha envejecido!... ¡Y el criado Vedeney! Voy a hablarle.

Y dirigiéndose a un hombre que salía de la cochera, gritó: — ¡Buenas tardes, querido Vedeney! ¿No me conoces? ¡Parece mentira!

El hombre se acercó a ella y la miró atentamente.

—¿En qué puedo servir a usted? Sin duda, usted se ha equivocado; yo no me llamo Vedeney.

—¿Qué me dices? Yo juraría que te llamabas así.

¿Cómo ha podido olvidárseme tu nombre? ¿Te acuerdas de los paseos a caballo que nos dabas a mí y a Tacha por el patio?

—Señora, yo no la he visto a usted en mi vida.

El anciano bajó lentamente la escalinata y se acercó al grupo.

—¿Qué desean estos señores?—preguntó.

—¿No me conoce usted, Nicolás Egorich? ¡Parece mentira! —exclamó muy alegre María Nicolayevna.

— Perdón, señora; creo que sufre usted una equivocación. Yo no me llamo Nicolás Egorich.

—¡Cómo!

—Yo me llamo Paramón Ilich.

—¡Pero qué extraño es todo esto! ¿No es usted el dueño de esa casa?

—Sí, señora.

—Entonces, ¿se la ha comprado usted a Tiaguin?

—¡Nada de eso! Esa casa la he construído yo.

—¿Hace mucho tiempo?

—Cuarenta y cinco años.