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—¡Cada vez lo entiendo menos! Usted, seguramente, habrá conocido a los Kosiajim, que vivían muy cerca de aquí. Yo soy su hija; mi verdadero apellido, aunque uso otro, es Kosiajim.

—¡Perdón, señoral—contestó el anciano con cierta irritación—. Yo no conozco a ningún Kosiajim!

—¿Pero cómo puede ser eso? Mi padre era muy conocido... Vivíamos allí, en la calle de los Molinos...

—Aquella es la calle de los Jardines.

—¡Cómol ¿Pues dónde está la de los Molinos?

—No hay ninguna calle de los Molinos en esta ciudad.

—¿No ha de haberla? No comprendo que no la haya usted oído nombrar, viviendo tantos años en Kalitin.

—¿En Kalitin? ¡Yo no he estado en esa ciudad mas que una vez, de paso, aunque sólo dista de aquí setenta verstas.

—Entonces, ¿esto no es Kalitin? —preguntó, estupefacto, el admirador.

—¡No, señor! Nuestra ciudad se llama Sosnogorsk.

Kalitin está más lejos. Se han apeado ustedes del tren antes de tiempo.

Maria Nicolayevna lanzó un débil gemido y palideció. El admirador, viéndola a punto de desvanecerse, se apresuró a sostenerla.

Reinó un silencio embarazoso.

La farándula se dirigió, cabizbaja y muda, a la estación.