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UNA FILOSOFIA ORIGINAL


El Sol no calentaba aún mucho. Sus rayos no eran ardientes, como las caricias de una amante, sino suaves y dulces, como las de una madre.

En un claro del bosque, sentados a la sombra de unos arbustos, almorzaban dos amigos: el telegrafista Nadkin y el señor Kurochkin, hombre sin profesión concreta. Según él, era negociante y tenía a la venta minas de oro en los Urales, inmensos bosques en la frontera persa, manantiales de aguas medicinales en el Cáucaso y otras mil riquezas. Los géneros de que disponía valían millones de rublos; pero como los habitantes de la oscura ciudad donde residía eran gentes modestas, sin aspiraciones ambiciosas, no había realizado aún ningún negocio y se hallaba en la mayor miseria. Las suelas de sus botas manifestaban una obstinada tendencia a separarse del resto del calzado, y sus ropas, compradas ya no muy nuevas a un ropavejero, habían envejecido de un modo lamentable sobre su descarnado cuerpo; además, su estómago estaba casi siempre vacío.

Nada de esto era óbice para que el negociante se