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distinguiera por su dinamicidad, su buen humor y su optimismo. Esperaba vender algún día sus minas de oro y llevar desde entonces una vida digna de su genio.

El telegrafista, por el contrario, era perezoso y apático; su recreo predilecto era estar tendido en la cama, en la hierba, en cualquier parte, entregado a sus reflexiones filosóficas. Sus amigos le llamaban «el hombre acostado»».

Si hubiera estudiado seriamente en su juventud, hubiera quizá llegado a ser un filósofo de profesión; pero su carencia, no sólo de cultura, sino de instrucción sólida, no le había permitido «realizar su esencia».

Hasta le faltaban palabras para formular sus vagas concepciones filosóficas.

Su aspecto exterior era por el estilo del de su amigo Kurochkin: los filósofos no suelen cuidarse gran cosa de su toilette. Su guerrera de telegrafista brillaba tanto, que parecía cubierta de una capa de grasa; su gorra era de una edad tan provecta, que la visera se mantenía unida al aro en virtud de un verdadero milagro; sus pantalones terminaban en flecos, adorno en absoluto pasado de moda.

II

Era el primer día de Pascua.

Los dos amigos se sentían por completo felices y saboreaban el hondo placer de vivir. Sobre sus cabezas, semejante a una inmensa copa invertida, sonreía