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el cielo; servíales de asiento y mesa el suelo campesino, cubierto de hierba abrileña; ante ellos, encima de un periódico extendido, había seis huevos duros de cáscara coloreada, una gallina asada, medio metro de salchichón ukranio, un hermoso pastel de Pascua y una botella de vodka. Aquello era suficiente para celebrar como se debía la gran fiesta y para que los comensales estuvieran de buen humor.

Comían y bebían como verdaderos gastrónomos: sin apresurarse, recreándose en cada bocado y en cada trago. Todo el día era suyo y no tenían prisa. El cántico lejano y solemne de las campanas despertaba en su alma vagos recuerdos infantiles y deseos más vagos aún.

Nadkin había adornado su pecho con un ramito de flores silvestres, y Kurochkin se había sujetado las suelas con unos bramantes y se había lavado en el arroyuelo vecino la cara y las manos.

El telegrafista, cuando hubo llenado la barriga a su, gusto, se tendió boca arriba, cara al sol; entornó los ojos y suspiró: —¡Qué delicia!

—Ya verás—dijo Kurochkin—qué vida nos damos en vendiendo yo los bosques de Lenkorán. Siempre iremos de frac y beberemos champagne a todo pasto.

De los bosques me reservaré algunos centenares de hectáreas. A ti te cederé terrenos a orillas del mar y yo me haré una quinta en la frontera persa.

¡Gracias! ¡Eres un verdadero amigo! ¿Quieres un cigarrillo? ¡Cázalo!

Kurochkin cogió el cigarrillo en el aire, y los dos