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codo en el suelo; miró con cierta inquietud a su amigo, y preguntó: —¿Hablas en serio?

— ¡Y tan en serio!

—A ver, explícame esa teoría.

—Es muy sencillo: mientras yo exista, necesitaré el sol, la tierra, etcétera; pero cuando deje de existir, ¿qué falta hará nada de eso?

—Así es que, según tú, todo eso existe sólo para ti, tú eres el centro de la Creación... ¡Qué impertinencia!

Con acento de la más profunda convicción, el telegrafista replicó: —Cuando no exista yo, ¿qué necesidad habrá de que exista nada?

—Pero ¿y los que te sobrevivamos?

—¿Quiénes?

En la tierra hay millones y millones de seres vivientes... Hay un sin fin de funcionarios, de estudiantes, de zapateros, de ministros, de caballos, de perros, de loros, de sportmen... Y querrán seguir viviendo, aunque te mueras tú.

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué? ¿Crees, de veras, que sin ti no querrán vivir?

—¡Claro! Su existencia no tendrá ya objeto.

Kurochkin empezaba a enfadarse.

—Así es que, no existiendo tú, no tendría objeto su existencia, ¿verdad?

—¿Qué objeto iba a tener?

—¡Vamos, estás de broma! ¡No puedes decir eso en serio!

AVERCHENKO: CUENTOS.—T. II.

Averchenko: Cuentos.—T. II.
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