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—Ya, ya...

Un largo silencio.

—Vosotros, los tártaros, no bebéis vodka, ¿eh?

—No; nunca. Nos está prohibido.

—¿Y por qué os está prohibido a vosotros y a nosotros no?—protesta el transeúnte.

—Porque nuestro libro santo es el Korán, y el Korán nos manda abstenernos de las bebidas espirituosas. ¡Beber vodka es un gran pecado!

—¡Tonterías!¡Qué ha de ser pecado! Lo que ocurre es que no habéis entendido bien lo que dice el Korán.

Dame el Korán y te demostraré que no hay tal prohibición.

El tártaro, herido en sus sentimientos religiosos, mira de alto a bajo al transeúnte y, tras una breve meditación, dice: —No comprendo el placer de emborracharse... Se convierte uno en una bestia... Va y viene sin objeto, grita, canta... ¿Está eso bien?

—No está mal. ¿Por qué no cantar cuando a uno le rebosa la alegría en el corazón?

—Comprendo que se cante bien; pero los borrachos, cuando cantan, atormentan a quien los oye. Más que cantar, berrean.

—¿Y a mí qué me importan los que me oyen? Yo canto para mí, no para los demás. Si se aburren, que beban también, y se divertirán.

El tártaro medita de nuevo. Una expresión de triunfo no tarda en iluminar su semblante: ha encontrado un poderoso argumento contra el alcoholismo.