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de Sherlock Holmes

un alemán es tan descortés para con sus verbos. Sólo falta, por consiguiente, descubrir lo que desea este alemán que escribe en papel bohemio y prefiere venir enmascarado á enseñar la cara. Y aquí viene, si no me engaño, á resolver todas nuestras dudas.

Cuando decía estas palabras, se oyó el retumbar de los cascos de unos caballos y el arrastrarse de unas ruedas para detenerse delante de nuestra puerta, y en seguida un toque de campanilla. Holmes silbó.

—Una pareja, por el ruido—dijo.—Sí—continuó, mirando afuera por la ventana.—Un lindo cupécito y un hermoso tronco, ciento cicuenta guineas cada uno. En este asunto, Watson, hay dinero, aunque no haya otra cosa.

—Creo que lo mejor es que me vaya, Holmes.

—Por nada, doctor. Quédese usted allí donde está. Cuando me falta usted me siento incompleto. Y esto promete ser interesante. Sería una lástima perderlo.

—Pero ese caballero...

—No se preocupe usted de él. Yo puedo necesitar la ayuda de usted, y él también puede necesitarla. Aquí viene. Siéntese usted en el sillón, doctor, y preste usted toda su atención.

Un paso lento y pesado que se había dejado oir en la escalera y en el pasadizo, se detuvo inmediatamente delante de la puerta. En seguida sonó en ésta un golpe fuerte y autoritario.

—¡Adelantel—dijo Holmes.