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potros eran cerreros y juguetones, y uno de ellos salió de repente al camino y vino á tropezar contra el cuarto trasero de Lista. No sé si debido al súbito encontrón del estúpido potro, ó al ruido del látigo del muchacho, ó á ambas cosas á la vez, es lo cierto que aquélla se asustó, y dando un violento brinco, salió disparada á toda carrera. Fué aquello tan repentino, que cogió á la señorita Ana descuidada y mal sentada en la silla, pero pronto se repuso y afianzó. Di un agudo relincho, como pidiendo auxilio; relinché otra y otra vez, y pateé el suelo con impaciencia, haciendo esfuerzos por soltar mis riendas; pero no tuve que esperar mucho tiempo. El caballero Valcárcel llegó corriendo adonde yo estaba, miró sobresaltado en todas direcciones, y percibió á lo lejos la fugitiva figura de la señorita, muy distante ya de nosotros. En un momento brincó sobre mi silla. No necesité látigo ni espuelas, pues mi ansiedad era tan grande como la de mi jinete, que comprendiéndolo, me aflojó las riendas, inclinó el cuerpo un poco hacia adelante, y volamos en persecución de aquéllos.

En una distancia como de una milla, el camino era recto, torciendo luego hacia la derecha y dividiéndose inmediatamente en dos. Mucho antes de llegar nosotros á la curva los habíamos