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Por de contado que algunas veces nos cabía en suerte algún buen conductor. Recuerdo que una mañana me engancharon en el tílburi y me llevaron á una casa del pueblo. Salieron dos señores, uno de los cuales vino á mí, me dió una palmada en el cuello, reconoció el bocado y la brida, y hasta metió la mano bajo mi collera para ver si se amoldaba bien á mi cuello.

-Cree usted que este caballo necesita cadenilla barbada?-preguntó al mozo que me condujo.

-Le diré á usted-contestó el hombre,-creo que para nada la necesita, pues tiene una boca suave como la seda, y aunque no le faltan bríos, no tiene vicio alguno; pero á los parroquianos, por lo general, les gusta que se la pongamos á todos los caballos.

-Pues yo no soy de esa opinión-dijo el caballero, y así, hágame el favor de quitársela, y poner la rienda en la primera anilla. Llevar la boca fresca y cómoda es lo principal en una jornada larga, no es así, amigo?-añadió, acariciándome.

Montaron ambos, y él tomó las riendas. Recuerdo bien cuán tranquilamente me volvió, y con un ligero toque de riendas, y dejando caer suavemente el látigo sobre mi lomo, emprendimos la marcha.