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húmedos con el sudor, y las correas tiesas y endurecidas.

1 Federico Santurce se tenía por muy hermoso; pasaba largos ratos delante de un pequeño espejo que tenía colgado en el cuarto de los arneses, atusándose el pelo y las patillas, y arreglándose la corbata. Cuando el amo le hablaba, á todo contestaba: «Sí, señor; sí, señor», llevando la mano á la gorra á cada palabra. Puedo decir que era el hombre más perezoso y más vano que jamás se había acercado á mí, aunque tenía la buena cualidad de no maltratarme; pero el caballo necesita algo más que eso. Yo ocupaba una cuadra suelta, que hubiera podido ser muy agradable, si aquel hombre no hubiese sido tan indolente para limpiarla. Jamás renovaba la paja, y el olor que se desprendía de las capas inferiores era insoportable, mientras que sus fuertes vapores me hacían picar los ojos é inflamarse, y hasta llegué á perder el apetito.

Un día entró en la cuadra el amo, y dijo:

-Federico, esta cuadra huele muy mal ; ¿por qué no haces en ella una buena limpieza, arrojando agua con abundancia?

-Sí, señor-contestó, llevando la mano á la gorra, lo haré, si usted lo dispone; pero debo decirle que es peligroso arrojar agua en las cuadras de los caballos, pues con facilidad pueden