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cuando el amo, por sus ocupaciones, no podía montarme, se pasaban días y días sin que pudiera yo estirar un poco las piernas, dándoseme en tanto el mismo alimento que si tuviera un trabajo duro. Esto, como era natural, alteraba mi salud, y me ponía pesado y triste unas veces, é intranquilo y febril otras. Nunca se ocupaba de darme verde ó afrecho, que me hubiera refrescado, pues era tan ignorante como presuntuoso; y así, en vez de ejercicio y cambio de alimento, que era lo que yo necesitaba, me saturaban de píldoras y drogas, que, además de la incomodidad de hacerlas pasar por mi garganta, solían hacerme más daño que provecho.

Llegaron á ponérseme los cascos tan tiernos, que un día, trotando con mi amo encima, por una calle recién empedrada, di los tropezones tan serios, que me condujo él mismo á casa del albéitar para que me reconociese y le dijese qué era lo que me pasaba. El albéitar examinó mis cascos uno por uno, é incorporándose, y frotándose las manos, dijo:

-Su caballo ha contraído lo que llamamos putrefacción de la ranilla, y de la peor especie; todo el casco se halla lesionado y sumamente tierno, y lo que extraño es que no se haya caído con usted. No comprendo cómo el mozo que lo cuida no lo ha visto. Esta enfermedad se con-