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estado de mis rodillas, aunque el hombre que me condujo juraba que había sido sólo un resbalón dado en la cuadra.

Lo primero que hacían, los que querían comprarme, era abrirme la boca, luego me miraban los ojos, después me reconocían las patas y me tentaban todo el cuerpo, pasando por último á probar mi paso en todos los aires. Era admirable la diferencia con que todas estas operaciones eran llevadas á cabo. Unos lo hacían de una manera desagradable y brusca, como si uno fuese un pedazo de madera ; mientras que otros pasaban la mano suavemente, con una caricia de cuando en cuando, como diciendo: «con permiso de usted. No hay para qué decir que yo juzgaba del comprador por los modales que usaba conmigo.

Entre ellos se presentó uno que me hizo pensar que si me comprara, me consideraría feliz.

No era un caballero, ni de escs que se entonan para parecerlo. Era algo pequeño de estatura,pero bien formado, y vivo en todos sus movimientos. Comprendí al instante, en el modo como me manejó, que estaba acostumbrado á tratar caballos; me habló con dulzura, y en sus ojos grises brillaba una bondadosa y alegre mirada. Parecerá extraño, pero es la verdad, que el fresco olor de limpieza que despedía me cauti-