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veces después de este día, volvió á alquilar el carruaje el mismo señor, que creo era muy aficionado á caballos y á perros, pues siempre que lo conducíamos á su casa salían dos ó tres de éstos á recibirlo, saltando de alegría. Con frecuencia se acercaba á mí y me acariciaba, cosa que me causó extrañeza, pues no siendo las señoras, que solían hacerlo alguna vez, y uno ó dos caballeros además de aquél, puedo asegurar que de cien que alquilasen el carruaje, noventa y nueve se ocupaban tanto de acariciar el caballo que los iba á conducir, ó que los había conducido, como pudieran pensar en hacerlo á la locomotora de un ferrocarril.

L

Un día, él y otro señor tomaron el coche y ordenaron que los condujésemos á una tienda, permaneciendo él á la puerta, mientras su amigo entró en ella. Un poco más adelante de donde estábamos parados, y en la acera opuesta, había un carro con dos hermosos caballos, enfrente de un establecimiento de bebidas. El conductor no estaba con ellos, y yo no sé el tiempo que llevarían allí parados, pero sin duda creveron que habían esperado bastante, y echaron á andar. No habían and do muchos pasos, cuando el carretero salió corriendo y los detuvo. Parecía estar furioso porque se habían movido, y empezó á castigarlos de una manera brutal, dándoles