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no haberme hallado enganchado, le hubiera saludado con un relincho. Iba haciendo cuanto podía por arrastrar un carro excesivamente cargado, mientras un robusto y rudo muchacho le cruzaba el vientre con el látigo, sin compasión, y le daba unos tirones de las riendas, capaces de romper aquella pequeña boca. ¿Sería Alegría?

El parecido era exacto, pero el señor de Campoflorido lo adquirió con expresa condición de no venderlo, y no creo que lo hiciese; de todos modos, se comprendía que en su juventud debía haber pertenecido á quien lo había tratado mejor.

Con frecuencia me había llamado la atención la gran velocidad con que eran llevados los caballos de los carniceros, y no podía explicarme la causa, hasta que un día, estando parados cerca de la puerta de una carnicería, vi llegar á ella, á toda carrera, uno de aquellos carritos. El caballo venía todo sudado y jadeante, dejando caer la cabeza al detenerse, mientras la palpitación de sus ijares y el temblor de sus piernas demostraban claramente con cuán poca consideración había sido conducido. Un muchachón saltó del carro, y estaba cogiendo las cestas, cuando el amo salió de la tienda, y mirando al caballo, se volvió á aquél, y le dijo en tono sumamente irritado :

-Cuántas veces te he de decir que no corras