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la ciudad encantada de los césares

en paz inocente i en próspera quietud de labriegos, de pescadores i de ciudadanos, durante un largo cuarto de siglo, en cuyo tiempo edificaron hermosas habitaciones i aun suntuosos templos, con el auxilio de sus vecinos i del oro que estraian de las arenas a cuya lengua vivian. Después de la desdicha de su desamparo por el egoista capitan de su nave consorte, no habian tenido los castellanos; sino la pena de ver morir a los mas viejos de sus camaradas, i entre éstos a los tres monjes que fueron sus pastores espirituales durante su larga peregrinacion i cautiverio. Al fallecer el último de aquellos, sin embargo, habia hecho la imposicion de sus manos sacerdotales sobre un indio jóven e intelijente recientemente convertido, i le habia consagrado para todos aquellos ministerios que no envuelven la responsabilidad de los sacramentos. Según aquella ordenacion, lícita solo en la Patagonia, el catecúmeno podia predicar, ordenar procesiones, bautizar, en una palabra, hacer en el fondo de aquellos inconmensurables desiertos, lo que en las ciudades cristianas es oficio de los diáconos desde los tiempos de las Catacumbas, i lo que está ejecutando hoi entre los desnudos peregrinos el apostólico «obispo Stanley,» sucesor del evanjélico capitán Snow.

No vivian por esto en permanente sosiego los