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XXVI
Vida de Cervantes.

Andrea, la misma que habia contribuido á su rescate, de una hija de esta, y de una persona allegadiza que se llamaba tambien su hermana y era beata. Por la noche del 27 de junio, estando ya recogido CERVANTES y todos los de su familia, hubo en la calle cuchilladas, de que resultó herido gravemente D. Gaspar de Ezpeleta, caballero navarro, de la órden de Santiago, que andaria rondando segun la costumbre de los enamorados en aquellos tiempos. Pidió auxilio; alborotóse la vecindad; bajó CERVANTES, y con la ayuda de otro fué colocado el herido en el cuarto de una vecina que se hallaba mas á mano, donde murió en la mañana del 29. La circunstancia de haberse depositado sus vestidos en casa de CERVANTES dió lugar á que se le pusiese en la cárcel junto con su hermana, hija y sobrina, segun aquel dichoso método de enjuiciar, que condenaba la compasion como un delito. Dias despues, reconocida su inocencia, fué puesto en libertad; y los chismes de las mujeres sonsacadas por el juez en pesquisas y declaraciones impertinentes, han dado ocasion á la malicia de algunos para atribuir á CERVÁNTES una industria vergonzosa, que es incompatible con la nobleza de su carácter.

Restituida la corte á Madrid, la siguió CERVANTES, siempre dedicado á las agencias que se le encomendaban, mientras su honrada familia le ayudaba con el trabajo de sus manos en cuanto puede ayudar el mezquino producto de las labores mujeriles. En 1608 se reimprimió la primera parte del Don Quijote á su vista: hizo algunas enmiendas, supresiones y añadiduras, pero tan á la lijera y con tal descuido, que parece inconcebible cómo pudieron escapársele errores que saltan á la vista de cualquiera. Sirva de ejemplo el olvido de la pérdida del rucio de Sancho Panza, distraccion repetida siete veces en las primeras ediciones, corregida en dos pasajes de la de 1608, y dejada sin tocar en los cinco restantes. No disminuia en un punto la boga que obtuvo la obra desde un principio, pues se reimprimió dos veces en Bruselas y una en Milan, y andaba en manos de los mas elevados personajes. Refiérese que hallándose Felipe III en un balcon de su alcázar de Madrid, vió de léjos á un estudiante que sentado á la orilla del Manzanares con un libro en la mano, interrumpia á cada paso su lectura, dándose palmadas en la frente y haciendo grandes extremos de contento. «Aquel estudiante, dijo el Rey, ó está fuera de sí, ó lee la historia de Don Quijote. No faltaron palaciegos que corrieron inmediatamente á saber la verdad del caso, y volvieron ganando albricias, á felicitar á S. M., que habia acertado. Por respeto á la dignidad real, creemos que esta anécdota se refiere á tiempo posterior, cuando hubiese ya muerto CERVANTES, pues no podriamos perdonar á Felipe el que, conociendo el mérito del Don Quijote, no premiase á su autor por los buenos ratos que habia recibido, ó no le pagase por lo menos la deuda contraida por su padre. De todas maneras, los cortesanos tampoco le recordarian esta obligacion; siempre han sido lo mismo: esta es herencia que pasa intacta de padres á hijos sin necesidad de vincularse.

Mayor aprecio encontró CERVANTES en uno de los magnatcs que mas honraron en aquellos tiempos la grandeza española. Tal fué D. Pedro Fernandez de Castro, conde de Lemos, generoso protector de los literatos y poetas, poeta él tambien, y no mediano cultivador de las letras, que en el año de 1610 fué nombrado virey de Nápoles. Privado de su secretario Juan Ramirez de Arellano, que acababa de fallecer, ofreció inmediatamente este destino á Lupercio Leonardo de Argensola, rogándole que llevase consigo á su hermano Bartolomé, rector de Villahermosa, y buscase hombres de su genio y aficion para oficiales de aquella secretaria. Argensola, que era tal vez el juez mas competente de su tiempo para graduar esta clase de méritos, escogió con acierto singular entre sus amigos, que formando la mas lucida colonia fuérou á convertir una oficina política en academia de las Musas. Muchos pretendientes de gran valia no cupieron en el arreglo de este personal, y no tuvieron por cierto quedas sus lenguas para quejarse de la forzosa exclusion. CERVANTES, á no ser por su edad, que frisaba ya en los sesenta y tres años, y por su familia, que no era leve carga, hubiera probablemente formado parte de esta agradable expedicion. En cambio los Argensolas le hicieron mil promesas, asegurándole que ni la ausencia