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ajadas las esquisitas preciosidades de su ornato: deshecha enteramente su figura: postrada su grandeza: desvanecida su pompa: oscurecida su gloria; y toda ella, tan demudada, que habiendo merecido el título de "el Jardin de la América y lugar de delicias y de recreo," ha pasado á ser objeto, que no puede mirarse sin horror y espanto; y la que ántes fué dulce iman de las naciones mas distantes, ahora le desampáran y huyen de ella hasta sus propios hijos: en que se ve cuán vanas son, cuán pasageras las grandezas mundanas y sus bellezas; pues tan arrebatadamente desaparecen las que ofrecen mas constante duracion. Igualmente, puede aprovechar la noticia de este suceso, al escarmiento, atribuyendo, no á la casualidad ó adversidades del hado, ni à efectos puramente naturales, causados por el órden comun, sino á disposiciones altísimas de la Divina Providencia; pues, aunque no haya siempre forzoso vínculo entre delitos y terremotos; aunque éstos, las roturas de los volcanes y sus erupciones, el flujo y reflujo, los cometas, los eclipses, las avenidas del mar, los naufragios, los huracanes, los mònstruos, las autoras boreales y las revoluciones del orbe tarràqueo, se reputen por efectos naturales; en el suceso de nuestro lamentable infortunio, reflexionadas sus particulares circunstancias, atendido el permanente teson de los estremecimientos de la tierra, y no perdiendo de vista, ni separando de la memoria otras juiciosas consideraciones, nos debemos, piadosa y cristianamente inclinar á que la Justicia de Dios quiso significar en él su íra y usar, como instrumento, de esta misma causa natural para tomar venganza de nuestras culpas. De ello, nos ofrecen las Escrituras Sagradas tantos ejemplares, cuantos lugares, ciudades y provincias nos refieren arruinadas. ¿Quién llenó al mundo de tantas misérias y à sus habitadores, los hombres, de tantas penalidades, sino la culpa de nuestros primeros padres? (Gen. 3. 17. et seq.) ¿Quién provocó la íra de Dios, para que lo inundáse con las aguas del dilúvio, y casi extinguiese todo