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cuando María, sobresaltada en su sueño por el sonido de la guitarra y el tumulto de nuestros pasos y clamores, apareció de súbito a la ventana. Reconoció mi voz, vió brillar un puñal y lanzó un grito de dolor y de angustia. Aquel grito penetrante paralizó en cierto modo el brazo de mi victorioso antagonista; se contuvo cual si le hubiese vuelto estatua algún hechizo; recorrió incierto por algunos instantes la superficie de mi pecho con el puñal, y al cabo, arrojándolo de sí, exclamó en francés:

—No, no, que lloraría ella demasiado.

Al concluír estas palabras, desapareció por entre las cañas, y antes que yo, magullado por aquella lucha tan extraña y desigual, tuviese tiempo de incorporarme, ningún rumor, ningún vestigio indicaban o su presencia o el rastro de sus huellas.

Muy difícil me fuera explicar lo que pasó por mí al volver de mi primer asombro entre los brazos de María, para quien me había perdonado la existencia el mismo individuo que amenazaba disputarme su tesoro. Más que nunca me sentía irritado contra este inesperado rival, y corrido de deberle la vida. En el fondo del negocio—me decía mi amor propio—, a María es a quien exclusivamente se la debo, pues que el imperio de su voz fué lo que hizo caer el puñal; pero, con todo, no podía ocultárseme a mis propios ojos que había algo de generoso en el sentimiento que movió a mi desconocido rival al perdonarme. Mas ese rival, ¿quién era? Me confundía en sospechas, que