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se desvanecían las unas a las otras. No podía ser el mestizo en quien se fijaron primero mis celos, porque estaba muy lejos de poseer aquella fuerza extraordinaria, y, además, su voz era diferente. El individuo con quien luché se me figuró que iba desnudo hasta la cintura, y esta especie de traje no lo usaban en la colonia sino los esclavos; pero no podía ser un esclavo. Sentimientos cual los que le habían inducido a arrojar el puñal no juzgaba que pudiesen pertenecer a un ente de esta clase, y, además, me repugnaba bajo todos conceptos la idea de tener a un esclavo por rival. ¿Quién sería, pues? Determiné callarme y observar.

VII

María había despertado a la anciana nodriza, que le había servido siempre de madre, a quien perdió en la cuna; así, pasé el resto de la noche a su lado, y en cuanto llegó el día, dimos parte a mi tío de tan inexplicable acontecimiento. Su asombro fué extremado; pero tanto su orgullo como el mío no pudo avenirse con la idea de que fuese un esclavo el amante incógnito de su hija. La nodriza recibió órdenes de no separarse de María; y como las sesiones de la asamblea provincial, la inquietud que inspiraba a los principales hacendados el aspecto, cada día más sombrío, de los negocios coloniales; el cuidado, en fin, de sus haciendas, no dejaban a mi tío momento alguno de descanso,