bunal supremo eran las alumnas, las propias compañeras. Tribunal inapelable. Su opinión personal jamás pesó sobre nosotros. Sí, pesó la opinión, el juicio colectivo de la clase: Solidario era cada alumno de lo que el compañero hiciera, pensara o dijera. Si no corregía, si no criticaba, con su silencio apoyaba lo que sostenía el expositor.
Cuán íntima y sólidamente nos ataron esos lazos de solidaridad estudiantil; cómo se aguzó en la diaria lucha nuestro espíritu crítico; cómo se fortaleció alerta la inteligente atención.
Para Miss Mary no había, detalle fútil. Todo era motivo de humana enseñanza. Así, si por acaso, una palabra era empleada sin conocer su exacto significado, la genial educadora nos hacía sentir cuán inestimable valor intelectual encierra cada término del lenguaje; cómo la humana imaginación creó, adornó, vivificó la palabra; cómo la humana memoria la conservó y trasmitió; cómo la humana razón trabajó hasta hacer de ella su fin y su medio de desarrollo mental.
Vida adquiría esa palabra ante nosotros, vida humana. Y entonces, recién, la maestra hacía sentir la necesidad de sanar el lenguaje, de estudiarlo, de conservarlo puro, de afianzarlo, de hacer que por él circule siempre la idea. Y nos sentíamos solidarias con la humanidad toda al justipreciar ese poder mágicamente evocador de la palabra, ese don divinamente humano.
Amaba Miss Mary a los animales y a las plantas, "nuestros hermanos menores", y nosotros, sus