ó á alguien que él pudiera ver, pero produjeron un efecto inmediato, pues Scrooge volvió á contemplarse, aunque de más edad, en la flor de la vida. Su rostro no tenia los rasgos duros y severos de la madurez, pero sí notaba en él ya las señales de la inquietud y de la avaricia, y en sus ojos una inmovilidad ardiente, codiciosa, que revelaba en él la pasion dominante; se conocia ya hácia qué lado iba á proyectarse la sombre del árbol que empezaba á crecer.
No apareció solo. A su lado habia una hermosa jóven, vestida de luto, cuyos ojos, llenos de lágrimas, brillaban á la luz del espíritu.
—Poco importa, dijo ella suavemente; á lo menos por lo que á vos toca: otro ídolo se ha apoderado del lugar que ocupaba yo. Si es que este puede alegraros y consolaros, como lo hubiera yo hecho tambien, no tendré motivos para afligirme.
—¿Y qué ídolo es eso?
—El becerro de oro.
—Hé ahí la imparcialidad del mundo. Critican severamente la pobreza, y á la vez no hay cosa que condenen con más rigor que el ánsia de riquezas.
—Temeis demasiado la opinion de las gentes, replicó la jóven con dulzura. Habeis sacrificado todas vuestras esperanzas á la de huir del desprecio sórdido del mundo. He visto desaparecer, una á una, vuestras más