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tierra del fuego

nificaba dame a mí. Después de señalar con el dedo todos los objetos, hasta los botones de nuestras chaquetas y abrigos, y de repetir su expresión favorita en todos los tonos posibles, acabaron por usarla maquinalmente, sin darle significación ninguna. Cuando la empleaban en serio pidiendo alguna cosa, si no se les daba luego, apuntaban a sus mujeres e hijos, como diciendo: «Ya que no me das a mí lo que te pido, dáselo a éstos.»

Por la noche buscamos en vano algún abrigo inhabitado, y al fin hubimos de vivaquear no lejos de un grupo de naturales. Parecieron muy inofensivos mientras fueron pocos en número; pero por la mañana (21), habiéndoseles unido otros, dieron señales de hostilidad, y creimos que nos hubieran acometido. Un hombre civilizado tropieza con una gran desventaja al tratar con salvajes como éstos, que no tienen la menor idea del poder de las armas de fuego. En el acto mismo de echarse a la cara el mosquete o fusil, le parece al salvaje muy inferior al hombre armado de arco y flechas, de lanza y hasta de un simple garrote. Y no es fácil hacerles comprender la superioridad de nuestras armas como no sea derribándolos a balazos. De igual modo que las fieras, tienen muy poco en cuenta el número al embestir, y cada individuo, si es agredido, en lugar de retirarse, intentará deshacer de una pedrada la cabeza del adversario, con la misma decisión que el tigre intentará hacerle pedazos. Deseando vivamente el capitán Fitz Roy, en una ocasión, teniendo para ello fundados motivos, alejar un pequeño grupo, empezó a blandir un machete amenazándolos; pero se le echaron a reír, sin moverse del sitio; en vista de lo cual disparó dos veces su pistola cerca de uno de los salvajes. El hombre se quedó atónito y se rascó la cabeza; luego miró de hito en hito un rato y habló a sus compañeros; pero éstos no dieron la menor muestra de querer huir. Difícilmente podemos ponernos en