y produce esa especie de descontento interior, que, al sentirlo débilmente, llamamos arrepentimiento, y si con más fuerza y severidad, remordimiento.
Estas sensaciones no se parecen sin duda á las que dimanan de no poder saciar otros instintos ó deseos; pero todo instinto no satisfecho tiene su propia sensacion determinante, lo cual vemos claramente en el hambre, la sed, etc. Atraido el hombre por opuestas tendencias, después de habituarse mucho á ello, podrá llegar á adquirir bastante imperio sobre sí mismo para que sus pasiones y deseos cedan ante sus simpatías sociales, poniendo fin á tanta lucha interna; aun teniendo hambre, no pensará ya en robar el alimento, ni el que sea rencoroso tratará de saciar su venganza. Es posible, y más adelante veremos que hasta es probable, que la costumbre de dominarse á sí mismo sea hereditaria como las otras. De este modo el hombre llega á comprender, por costumbre adquirida ó hereditaria, que le conviene obedecer con preferencia á sus instintos más persistentes. La imperiosa palabra deber parece implicar tan sólo la conciencia de la existencia de un instinto persistente, innato ó adquirido en parte, que sirve de guia, por más que pueda ser ignorado, y por lo tanto, no atendido. Nosotros nos servimos de la palabra deber en un sentido apenas metafórico, cuando decimos que los galgos corredores deben correr, que los perros cobradores deben traer la caza. Si no lo hacen así, incurren en culpa, y faltan á su deber.
Si acomete al hombre un deseo ó instinto que le conduce á atentar contra el bienestar ajeno, cuando lo recuerda en su imaginacion, con tanta ó más fuerza que su instinto social, no experimentará ningún arrepentimiento de haberlo seguido; pero comprenderá que si sus