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—Y Vd., Clemencia, le dijo, me enseña que sus leales armas defensivas tienen más poder en buena guerra que las agresivas armas vedadas. Clemencia, la burla no la hace Vd. por delicada bondad de corazon; y yo no la hago, porque la proscribe el buen tono. Su móvil vale mas que el mio; pero el resultado es el mismo.

— A los pies del paseo habia estacionado un grupo de oficiales y de jóvenes de la ciudad.

Entre los primeros se notaba un capitan, que por su buena figura, su hablar récio y aire descocado, llamaba la atencion. Era este Fernando Guevara, hijo de una ilustre y rica casa de un pueblo de tierra adentro; pero nada en su porte ni en sus maneras denotaba la distincion de su cuna, ni la nobleza de su sangre, ni aun el buen porte del que sigue la caballerosa y rígida carrera de las armas. Teníase mal y hacía gala de un desembarazo y desgaire, que rayaba en grosería; en fin, en todo su continente, en su modo de mirar, en su hablar récio, en su risa descompuesta se pintaba el calavera descarado, para el que la moral, la compostura, la elegancia y la finura, son cosas desconocidas. Aquel hombre no tenia más que una virtud, ó mejor dicho una bella cualidad, era en extremo bizarro. Tanto esta fama como su alcurnia y el mucho dinero que derrochaba, le daban una buena posicion en los círculos de los hombres; en cuanto á los de señoras, rara vez concurria á ellos, pues en su chavacano ¿qué se me da á mi?

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