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rechazado por su frialdad. Si acaso correspondia, era tratando el amor á su manera grosera y chavacana.

Clemencia, entonces como la sensitiva que lastima una tosca mano, se retraia, se encogia, y acababa por angustiarse. Esto volvia á montar á su marido en su habitual despecho, y prorumpia en quejas y sar— casmos.

Una infinidad de esos pequenos lances de que se compone la vida doméstica, venian cada dia á dar nuevo realce á esta incompatibilidad de naturalezas.

Un dia Fernando trajo á su mujer una lindísima estampa iluminada, de esas que todos vemos y miramos sin escandalizarnos, ¡tal es el poder de la costumbre!—Representaba á Vénus acariciando á Adónis. Clemencia nada sabia de la impúdica mitología, ni ménos de las despreocupadas prerogativas y de lasabstraidas reglas de la belleza del desnudo. En casa de su Tia, casa montada á la antigua, solo el famoso Mercurio, envuelto el torso en una airosa banda, y adornado con alas, como la representacion de un espíritu, habia tenido el privilegio de bajar del Olimpo al patio de aquella morada. Asi fué que apenas comprendió Clemencia lo que miraban sus ojos estáticos, cuando uniéndose á la exquisita pureza de su alma la debilidad en que su estado enfermizo y excitado habia puesto á sus nérvios, prorumpió en sollozos de tédio, de vergüenza y de angustia, tapándose el rostro con ambas manos. Fernando al pronto se quedó parado: no comprendia; pero atribuyendo